domingo, 29 de septiembre de 2013

Sus Ojos

  
          Cuando pasaba por la casa abandonada de día nunca llegaba a ver siquiera una persona, cerca ni dentro de ella. Sin embargo, una vez, de noche, me pareció vislumbrar luces que se movían en el interior. Intrigado, decidí visitarla.
           
         Era mediodía cuando me acerqué. Estaba a unos cien metros del camino. Se veía en ruinas. De las ventanas solo quedaban las aberturas. Las puertas estaban desvencijadas. El lugar olía a mustio, a agrio. Recorrí las habitaciones tomando docenas de fotos. Buscaba resabios de sus últimos ocupantes o algo inesperado. Las filtraciones de agua habían causado el derrumbamiento de casi todos los techos y con ello el deterioro de los interiores; el lugar resultaba inhabitable.
         Al llegar al final de un pasillo noté una puerta entreabierta. Daba a una habitación en mejor estado que el resto; el techo estaba intacto. El empapelado era de color topo con pequeños dibujos de brujas, las tradicionales, feas, con grandes narices, vestidas de negro, con sombreros enormes terminados en puntas, montadas en escobas primitivas. En una de las paredes el papel estaba medio despegado. Hurgando descubrí que era el borde de una puerta oculta y pude abrirla. Entré a una habitación muy pequeña, sin ventanas, iluminada por la luz de una claraboya, aun sana. No había nada excepto un espejo muy grande, apoyado contra la pared.       En ese momento tuve la impresión de que no estaba solo. Sorprendido, girando rápido, miré a mí alrededor; pero no vi a nadie. Todavía inquieto, decidí registrar el momento e irme. Tomé mi cámara y apuntando desde la cintura, saqué la última foto, una de mi imagen reflejada en el espejo. Fue suficiente, había visto lo que quería y experimentado algo diferente.
         La exploración me dejó lleno de imágenes provocativas y me alejé del lugar pensando en ellas, especialmente los artículos que habrían estado en contacto con sus habitantes; ropa, zapatos, sombreros y los desnudos requechos de muebles y decorados. Al cruzar lo que debería de haber sido el jardín, el perfume de flores silvestres acompañó cada uno de mis pasos.
        
         Esa misma noche, curioso por evidenciar lo que captó la cámara, descargué las fotos en la computadora y comencé a observarlas. Todo parecía normal hasta que llegué a la última. Fue entonce cuando la descubrí. Al lado de mí figura, pude distinguir la nítida imagen de una anciana, delgada, de baja estatura, con abundantes cabellos canosos completamente despeinados. Estaba envuelta en una deshilachada bata gris. Su cara, de tez oscura, llena de arrugas, esgrimía una amplia y desdentada sonrisa. Y sus ojos, como los míos, eran verdes.


Cuento por Enrique van der Tuin Copyright 2013 SUS OJOS 20100726 B11 W435 130926     

La Ideal


         Sabrina se acerca a Edgardo, su esposo y le dice:
─ Querido, me gustaría ir a cenar con mis amigas. ¿Está bien?
─ Sí amor ─ responde él ─ está bien, yo necesito una noche tranquila.
─ Bueno, entonces no me esperes hasta tarde.
─ De acuerdo, que te diviertas.

         Son las diez de la noche y Edgardo está solo, mirando por la ventana del living, absorto en sus pensamientos. Saca su celular y hace una llamada.  
─ Hola Rosita. ¿Como andás?
─ No puedo confundir tu voz. Yo bien. ¿Y vos amor?
─ Pensando en vos, qué más.
─ Me alegro porque yo te extraño mucho.
─ Qué suerte que tengo.
─ ¿Cómo es que me llamaste? ¿Tu esposa salió con las amigas?
─ ¿Cómo adivinaste?
─ Intuición de mujer soltera… y con mucha experiencia.
─ Sí, estoy solo y me dieron ganas de aprovechar la noche… con vos.
─ Sos un consentido, sabes que nunca te voy a decir que no.
─ ¿Qué te parecen unos tangazos?
─ ¿Vos decís hoy, ahora?
─ Sí en la Ideal, yo puedo estar ahí en media hora. ¿Qué decís?
─ Sí amor, me gusta mucho la idea, unos ochos me vendrían rebién.
─ Vamos entonces.
─ Te veo en la milonga, feo.
─ Te espero en el bar, linda.

         Edgardo entra en la Ideal y va directo a tomarse un trago. Cuando ve entrar a Rosita, le hace una seña. Al llegar, se dan un abrazo. Encuentran una mesa bien ubicada. Suenan los compases de “Nada”, la voz de María Graña sumerge al salón en melancolía. Ambos se miran sonriendo y no esperan nada. Sin decir una palabra, se calzan los zapatos tangueros y se apresuran a la pista. Bailan muy apretados, como sólo lo hacen quienes se conocen bien. Los movimientos se coordinan sin esfuerzo, parecen un solo cuerpo que se desliza a ritmo sensual.

         Ahora están bailando el valsecito “Yo no sé que me han hecho tus ojos” cuando, entre las parejas, en el lado opuesto de la pista, Edgardo descubre a su esposa bailando con alguien que él no conoce. Haciendo giros y pasos forzados se acerca a ellos y cuando están a unos pocos metros, las miradas de los esposos se cruzan. Ella se sobresalta. Después de una vuelta se miran otra vez. Él le sonríe y ella le devuelve la sonrisa. Edgardo le hace un gesto con los ojos y ella asiente con su cabeza. Al finalizar la tanda ambos esposos inventan excusas y dejan a sus parejas.

         Se encuentran en el bar, Sabrina lo toma por la cintura y lo arrima a su cuerpo. El le acaricia el pelo y besa su frente. No se dicen nada, empiezan a caminar con las manos entrelazadas, moviéndose paso a paso al ritmo de Horacio Salgán “A Fuego Lento”. El tango los acompaña mientras pasan detrás de los cristales de la confitería rumbo a la puerta de salida.

          Después de esperar un rato el compañero de Sabrina la busca por todo el salón, sin éxito. Está perplejo. En una mesa cercana ve a unos ojos tristes y brillantes que observan a los suyos; son los de Rosita. Él la cabecea y ella acepta con una sonrisa. Suena “Bandoneón Arrabalero”, ella se levanta justo cuando él llega y de inmediato el varón rodea su cintura y ella apoya la mano en su hombro. Los movimientos de ambos dibujan pasos con la confianza de los que bailan mucho y saben disfrutarlo.


Cuento de Enrique van der Tuin Copyright 2013  LA IDEAL  20091130 C9 W607 120927 

sábado, 7 de septiembre de 2013

Danzas Rituales

        Siempre que hay una acción, para mantener el balance, se origina una reacción, una fuerza, un movimiento de naturaleza complementaria o contraria. Así funciona el universo y así funcionan las parejas.

         Estos movimientos y reacciones, se asemejan a pasos de danzas que las parejas repiten, sin necesariamente estar ellos conscientes. Desde la primera acción de uno, el otro se siente obligado a dar el paso adecuado, el correspondiente. Así se inicia la secuencia, turno tras turno, pasos iguales a las veces anteriores, no importa cuanto tiempo haya pasado desde la última. Lo mismo pasa en la secuencia final, todas las danzas concluyen con el mismo desenlace. Después el consabido aguardar la próxima vez y prepararse  para el momento de reiniciar, el mismo, irresistible ritual.
        
         Así sucede entre Marta y Mario. Uno de ellos habla y el otro no conecta. Quizá porque lo hace en un tono demasiado bajo, muy rápido, muy despacio, con palabras diferentes o algún otro motivo. El resultado es el mismo: el otro no oye, no alcanza entender… o no quiere oír… y reacciona;  En un par de intercambios… ya están bailando!

         Vean si no: Una vez estaban poniendo la mesa para almorzar. Mario sacó la fuente de barro del horno y usando un guante aislante la puso sobre un disco de madera y la transporto cuidadosamente al comedor. Al entrar, se cruzó con Marta y le dijo que tuviera cuidado, que “están que pelan”. Cuando se sentaron a la mesa, lo primero que Marta hizo fue levantar la tapa de la fuente sin usar ninguna protección. Los dedos se le quedaron pegados a la manija. Largó un gran alarido. El agua fría y la novocaína no fueron suficientes para aliviar su dolor ni evitar que se le formen ampollas. Empezó a maldecir a Mario por no avisarle que la fuente y la tapa estaban tan calientes, él lo negó y fue negando cada vez y ella continuó reprochándole por meses y meses…  

         Otra vez estaban yendo a cenar al restaurante del barrio. Marta manejaba. Estacionó el auto frente al restaurante, en la mano izquierda de la calle. Le avisó a Mario que no se bajara todavía, que venía una camioneta roja. El, abstraído, abrió la puerta de un golpe. Tuvo suerte de que sólo fue la puerta y no él, la que quedo tirada en el pavimento. Mario, todavía en shock le gritó a Marta que todo pasó por su culpa. No fueron a cenar. Seis meses más tarde él sigue recriminándola por estacionar en la vereda izquierda de la calle, por no avisarle que venía tráfico y por el costo de reparar el auto. Cada vez él, la refuta, airado.

         Como por designio, continúan así, sin cambiar de actitud, jugando los mismos juegos, bailando las mismas danzas, propiedad de la pareja.

         Son las ocho de la mañana, Marta se despierta y mira el reloj. Empuja a Mario para despertarlo. El gruñe y antes de abrir los ojos escucha una voz estridente, con mal aliento, diciéndole:
         ─ ¡Otra vez te olvidaste de poner el despertador! ¡Levantate! Siempre lo mismo con vos, ¡¿Será posible ché?!
         El se sienta en la cama y la mira con ojos llenos de furia. Abre la boca como para decir algo y la cierra sin decir nada. Sale de la cama y camina a tientas.
         ─ ¡Apurate! Tomá una ducha rápida que te caliento el café, movete que los minutos pasan, no tenés más tiempo. ¡Dale!
         Mario, en vez de dirigirse al baño; se viste. Después saca una valija del placard y la empieza a llenar con ropa. Una vez que no cabe nada más, la toma y comienza a bajar las escaleras.
         ─ ¿Ya terminaste de bañarte? ¡Como puede ser que ya estés vestido! ¿Qué hacés con esa valija? ¿Estás loco?
         El sigue bajando, deja la valija cerca de la puerta y va hacia la cocina. Toma un sorbo del café que ella le había preparado y con gesto de asco lo escupe en la pileta y vuelve hacia la puerta de entrada.
          ─ ¿¡Que te pasa ché, que carajo te pasa ahora?! Hablame, decime. No me digas que vas a hacer la misma escena otra vez…
         Mario tiene una expresión fría en sus ojos, las cejas fruncidas, la comisura derecha de su boca torcida hacia abajo. Se acerca a la puerta y da vuelta a la llave, levanta la valija, baja el picaporte, la abre, sale y antes de poder cerrarla, escucha:
         ─ ¡Andate, miserable! ¡No vuelvas más!    
Ella se queda allí, con los brazos en cabestrillo y los ojos fijos en la puerta. Tiene los dientes apretados. Oye el ruido del auto que arranca, sigue así por un rato y después se aleja.
           

Es la mañana siguiente, son las siete. En la mesa hay un desayuno de jugo de naranjas, huevos revueltos no muy firmes, dos lonjas de tocino crocantes, tostadas de pan de centeno, recién hechas y una cafetera llena del brebaje colombiano que a él tanto le gusta. Marta viste un deshabillé casi transparente. Se oye llegar el auto, el girar de la llave en la cerradura, el bajar del picaporte y el roce de la puerta que se abre…

Copyright Enrique Van der Tuin, 2013